domingo, 27 de julio de 2014

Somos gilipollas

Como muchos de vosotros ya sabéis, soy un asiduo lector del blog de Arturo Pérez-Reverte, Patente de Corso, donde el autor va subiendo religiosamente semana a semana, la columna de opinión que escribe en la revista XL Semanal.

Tenía en mi haber unos cuantos artículos de retraso pendientes de leer y hoy ha sido la ocasión idónea para ello, y como ya me ha pasado en alguna que otra ocasión, me veo en la obligación de compartir con todos vosotros este artículo, que lleva por título "Somos gilipollas", ya que no tiene ni una sílaba de desperdicio.

No voy a haceros perder más el tiempo, disfrutar de la lectura:


Somos gilipollas
Arturo Pérez-Reverte | XL Semanal | 9 de junio de 2014


A veces, cuando pienso «somos gilipollas», recuerdo aquel chiste en el que, al decirle eso un amigo a otro, y responder éste «no pluralices», concluye el primero «vale, eres gilipollas». Por cierto, y ya que estamos con eso, la definición de gilipollas que da el diccionario de la Real Academia Española -inocente, cándido, tonto o lelo- queda, a mi juicio, incompleta. Un gilipollas es un tonto, por supuesto. Pero la definición, que espero se pueda corregir en una próxima edición, no recoge lo fundamental: un gilipollas es un tonto que no sabe que lo es, y que además se cree listo. Para entendernos, una mezcla de cantamañanas y tonto del ciruelo. Que a veces ni siquiera hace falta que hable, ni nada. Y al que a menudo se le conoce hasta por los andares.

Pero hay gilipollas que hablan, naturalmente. Y que escriben. O que -vamos a pluralizar- escribimos. El otro día oí hablar a uno de ellos, o tal vez era una de ellas. Porque gilipollas los hay de ambos sexos, y algunos hasta con carrera. La estupidez, aunque mucho más acusada en los hombres que en las mujeres -casi todas ellas vienen con intuiciones extra de fábrica-, no es exclusiva del varón. Y el otro día, como digo, oyendo comentar en la radio el último viaje del rey de España a Arabia Saudí para vender trenes Ave y cuanto allí nos quieran comprar, escuché una frase perfecta para inscribir en los anales recientes de la hispana gilipollez: «El rey se vino de allí sin hablar de derechos humanos».

Vayamos por partes, como Jack el Destripador. Que el rey don Juan Carlos, con sus 76 tacos de almanaque, se ha calzado 40.000 kilómetros en los últimos dos meses, bastón en mano y sonrisa en boca, para arrimar el hombro, es indiscutible. Sea monárquico, republicano o indiferente quien observe la cosa, ésta es la fetén; y también, que ha conseguido no pocos contratos, dejando las puertas abiertas a los empresarios españoles. Las lecturas laterales, aunque tengan su puntito, son ahí secundarias: da igual que uno de los motivos sea la necesidad de la familia real española por lavarse el careto, más bien sucio tras los elefantes en Botswana, los ojos azules de doña Corinna, la desvergüenza del yerno Urdangarin -y de quienes se lo consintieron- y la prístina inocencia de la infanta. Todo eso explica cosas, pero no altera el hecho principal: el rey se lo curra como un león de la Metro, y a sus años tiene mérito que se gane el jornal. Y a él, además, se le ponen al teléfono. Imaginen a Rajoy.

Pero esto es España, donde toda gilipollez tiene su asiento. Y su público. Por eso no podía faltar el comentario arriba mencionado, cuyo desarrollo no se nos escapa. Conseguir contratos está bien, viene a decir; pero el rey viaja al Golfo, donde no se respetan los derechos humanos como aquí, sin afear a esos jeques totalitarios y machistas sus infames conductas. Mecachis en la mar. Va a sacarles contratos, pero para conseguirlos calla, cómplice, en vez de denunciar públicamente, aprovechando la coyuntura beduina, el estado de cosas. Tenía que haber cogido al jeque de turno por el cordón de la kufiya y decirle ante los periodistas: «Oye, Abdalláh, Rachid, Faisal, eso de que tratéis como esclavos a los criados filipinos, y no permitáis prensa libre y democrática ni bares con tapitas de jabugo, y obliguéis a las señoras a llevar velo prohibiéndoles conducir y hasta fumar por la calle, está muy feo, en serio. Que eso es cosa de fascistas. Y si no os enmendáis y democratizáis jiñando estopa, los empresarios españoles no harán negocios con vosotros, ni construiremos el Ave a La Meca, ni los equipos de fútbol llevarán vuestros nombres en las camisetas, ni nada de nada. Tampoco os/nos ingresaremos más comisiones por negocio hecho, porque eso es éticamente reprobable. Os vamos a hacer el vacío, y no vendré más a comer cordero, y los palacios de vuestros príncipes y princesas no saldrán en el Hola, donde tengo mucha mano, más incluso que Nati Abascal». Y entonces, atormentados por el remordimiento, todos esos jeques del petróleo, abrazándolo llorando, habrían dicho: «Juancar, tío, nos has convencido, en serio. Jandulilá. Estábamos cegados por el petrodólar, pero esto va a cambiar, lo juramos por la sura IX del Corán, y cuando vuelvas no nos vas a conocer, de demócratas que nos habremos vuelto: vamos a autorizar los derechos humanos, las tetas en la playa, tendremos libertad de prensa, nuestras Fátimas podrán alistarse en la Legión y nos pondremos hasta las trancas de jumilla y de jalufo. Gracias a ti, colega, nos vamos a volver más demócratas que la leche».


Y es que lo dije antes, me parece. Incluso en el título. Somos gilipollas.